No voy a parar

“Sos un espejo que adelanta”  – Mario Benedetti; “La tregua”

Por Pablo L. Navas

“Desertor”, la primera película de Pablo Brusaes un thriller que invita a transitar la obstinación de su protagonista por conocer la verdad de su padre.

Grieta hay una sola y es aquella que la literatura propone. Porque si hay algo que nos enseñó el intelectual crítico David Viñas, es que la historia argentina es la historia de la literatura en Argentina. Y la división comienza cuando se intenta plantear cuál es el relato nacional. Lugones, leyendo a Homero y al Mío Cid, dirá que es el Martín Fierro, una epopeya. Borges reconocerá que la obra de Hernández es fundacional, pero advirtiendo las higienizaciones que hicieron de Fierro para sacralizar su figura. Por eso el autor de “Ficciones” retomará la imagen de gaucho matrero. Si en Viñas la literatura nacional comienza con una violación – “El matadero”-, en Borges la literatura argentina se inaugura con un desertor.

 Tomar por título un nombre tan problemático, es hacer una apuesta y a eso se dedica durante una hora y media Pablo Brusa en su ópera prima: a transitar por el barro de los problemas más densos de la historia política de un país como Argentina. Y esas cuestiones no son coyunturales, aunque signan y atraviesan el día a día, sino los puntos nunca resueltos de un calvario nacional. Cada vez que se hable del ejército argentino; de los hijos rastreando la borroneada biografía materna- paterna; de “los hombres de a caballo” (otra vez Viñas); de la historia que cuentan los que ganan; o del conflicto entre los pueblos originarios y los intereses terratenientes de los blancos, se estará abordando una áspera discusión que en el caso de “Desertor” se resuelve en muchas ocasiones a los tiros, porque esta película no deja de ser un thriller o un western vernáculo.

Si Herzog nos mostró los pliegues más jodidos de la naturaleza; y Lucrecia Martel la potencia y sordidez de Salta; en la obra protagonizada por Santiago Racca, vemos la generosidad del paisaje cuyano -Uspallata, en rigor-, a la vez que se vuelven ineludibles sus silencios y sequedad. Macro y microclima dialogan, porque Rafael Márquez (Racca), miembro del Ejército Argentino, se integra al Regimiento de Infantería 112: allí hay magnanimidad simbólica, pero a la vez aridez y gritos. La vida castrense con sus crueldades, machismos, leyendas e indisciplinada disciplina, una zona de acatamientos. Sí señor.

Pero Márquez se rebela frente al Cnel. Evaristo Santos (un sólido Marcelo Melingo), quien en su despacho cuenta con un cuadro de San Martín, el padre de la Patria. A partir de la vocación, ya no de servir a la Nación toda, sino a la memoria histórica personal, el cabo quiere desentrañar el relato oficial que, nada menos que el ejército, fabricó sobre el destino impreciso de su padre hace diez años. Para ello será clave que durante la noche una india deje una mochila que contiene las pistas de un pasado desmembrado. Entre los signos contenidos en una libreta se halla el nombre escrito de un personaje misterioso: Pascual Uribe, interpretado por un inmejorable Daniel Fanego de voz cavernaria y aspecto ermitaño.

El guion de Mario Pedernera y de Hugo Curletto ofrece puntos de giro que van deconstruyendo el cuentito inicial recitado por el Cnel. Santos y “eso quiere decir que hay otra historia”: la que se anima a buscar Rafael, incluso desertando. Es que en algún lugar sabrá que hay que atravesar el fantasma (técnica psicoanalítica para curar la neurosis), como entendiendo que la gran historia es muy difícil honrarla cuando la propia trama está rota. Digamos que Márquez empieza por casa. Lo curioso es que la mapuche que arroja los indicios aquella madrugada, se llama Manke, y ya sabemos que en francés manque significa falta, concepto más que desarrollado por Jaques Lacan. Lo que falta aquí es la serenidad que deja saber qué pasó con la dudosa desaparición de alguien que porta con una fama quizá inmerecida y cuyos seres queridos no logran entender cuál fue su derrotero.

Permanentemente circula la tensión de un país que no ha resuelto la cuestión indígena, “además el mapuchaje está rebelde últimamente” advierte la voz de Melingo en un momento. El asunto se vuelve muy actual, cuando sigue habiendo un tratamiento tan dudoso de los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel o cuando los Benetton o los Lewis son los contemporáneos dueños de la tierra. Al recibir la acusación de usurpador, Uribe retrucará “¿Quiénes usurpan?” o “Yo siempre he sido un estorbo para los negocios de su padre”. Así, mientras el poder pone los nombres y las calumnias, los muertos los ponen otros. No por nada Manke dirá que Santos la rebautizó: la nombró “Puta”.

“Le recomiendo que se cuide, Márquez. No repita la historia” le dirán a Rafael. A lo largo de “Desertor” transitamos el borde que por un lado puede dar con la identificación y por el otro con la reparación de una memoria. La única forma de no repetirla es sabiendo de verdad qué pasó. Con los Márquez también atravesamos las fisuras de las argentinas irreconciliables que equivale a decir que con estos desertores nos comprendemos más a nosotros mismos, como pasaba con Martín Fierro, el desertor que fundó nuestra literatura.